PECADOS
La ataba con cadenas en el sótano. Como a una perra. Ahí la dejaba, horas eternas de hambre y sed. La espiaba desde arriba de la escalera. La miraba retorcerse de carencia.
Bajaba dos veces por día. Le daba agua con un trapo mojado. La cortaba con su navaja, lamía su sangre y el sudor de su piel.
La miraba y apretaba sus labios mientras tiraba su cabeza hacia atrás aspirando el olor a mujer herida y así se quedaba, con los ojos inmóviles pegados en el vacío.
La obligaba a mirar, pero ella no veía. Lo dejaba apoderarse de toda ella, hasta de su mente. Se encerraba en sí misma para anestesiarse. Sabía que toda resistencia terminaba con una paliza que la desfiguraba.
Cuando terminaba con el repugnante ritual, ella quedaba a oscuras, rodeada del espectral silencio que él dejaba atrás.
El purgatorio duró muchas lunas. Había olvidado con cuántos Ave Marías se hacía una hora y sin contar las horas, dejó de contar los días. Se abandonó en el calor húmedo de sus propios abrazos, mientras se mecía murmurando con un hilo de voz, que un día, cualquier día, iba a morir.
Su cuerpo frágil y mórbido había cedido paso a la fuerza infinita de su mente. En sus noches de vigilia, su mente tejía y destejía entre relámpagos de lucidez, tramas de odio que validaran las historias de amor, lujuriosas escenas que justificaran la pureza, crueldad sórdida que diera sentido a la bondad.
Le hablaba a Cristo, al hombre, al que caminaba en llagas al martirio de la cruz. Le hablaba a Judas, al que lo había liberado de la carne, por unas monedas y un beso.
Debía morir.
Esperó que volviera. Lo escuchó bajar las escaleras y abrió sus piernas con un gemido de seducción. Se dejó poseer. Lo envolvió con brazos y cadenas y allí lo retuvo, abrazado, enredado, inmóvil, dando gritos inmundos de placer.
La miró extasiado, descuidado, indefenso. Ella sonrió, quitándole de las manos, la navaja que él usaba para cortarla y le dibujó un surco profundo en la garganta.
Él abrió la boca, paladeando el calor de su sangre. Ahogado en sus espasmos, le agradeció que acabara con su mugrienta humanidad y se desplomó.
Se estremeció ante los ojos quietos, sucumbidos por la muerte que lo había absuelto de sus pecados.
By Nica Martin