CRÓNICA DE VIAJE: PEKIN, LA URBE IMPERIAL
Mi arribo a China abre puertas de asombro y sorpresa. Pekín guarda resabios de sus horas austeras y muestra sus brotes de ciudad moderna.
Edificios, palacios y templos se alzan en un collage multicolor y armoniosa estética entre una infinidad de comercios a la calle.
En China trabajan todo el día, excepto en los feriados. Mantienen uno o dos trabajos. Y cierran las puertas de sus negocios al mediodía para compartir el almuerzo con la familia que se encarga de administrar la rutina familiar. Sin embargo, se levantan respetuosos y atienden aún, cuando ingreses en el horario de su almuerzo.
La gente es amable y muy correcta. El idioma, que creía una barrera, no es sino una gran experiencia para recordar que todos los seres humanos tenemos una enorme habilidad para comunicarnos cuando así lo deseamos. En China quieren entender, son habilidosos hasta para el aprendizaje de idiomas.
Óscar es mi guía en Pekín. Es rollizo y sonriente. Habla perfecto español que aprendió en la universidad. Me cuenta secretos chinos y cuentos de los tiempos en que la gente que se comportaba incorrectamente participaba como estatua en el festival de hielo, en la Siberia china. Con la primavera, su familia quizá se reencontraba con el cuerpo descongelado. Hablamos de internet controlada por el gobierno, de los navegadores prohibidos y de los sistemas o “VPN” que usan los occidentales para poder navegar libremente por la web.
Tuve la suerte de visitarlos durante la “semana dorada” en la que festejan el aniversario de la revolución comunista y es uno de los dos feriados nacionales que disfrutan los chinos. El otro es año nuevo. En cada feriado, se movilizan cerca de 60 millones de personas y por eso, las agencias de viajes recomiendan abstenerte de viajar en esas fechas. Saltando las advertencias, mi experiencia fue extraordinaria.
Pekín, vacía de tráfico y con medios de transporte público descongestionados, habilitaron la visita de más lugares en menos tiempo, sumado al gozo visual de una urbe engalanada de plantas y flores y lámparas y banderas, aguas danzantes, parques repletos de familias, abuelos y nietos jugando cartas y ajedrez, espectáculos musicales y fuegos artificiales.
Caminar con el clima de otoño fue placentero. La avenida principal, de seis carriles, para cada mano de automóviles con dos carriles centrales para ambulancias y policía y cuatro laterales para motos y bicicletas, me hacen sentir en casa. Una Avenida 9 de Julio en su versión oriental, sin obelisco y con ciclistas por las veredas, igual que en el terruño argentino. Sin embargo, todas las veredas son amplias y el verde cubre paredes, medianeras y cordones de calles. El parque automotor es europeo, del tipo “sedan” compacto. Las camionetas tienen prohibido el ingreso a la ciudad y la población se mueve mayoritariamente bajo la tierra, en los 400 kilómetros que integran las líneas subterráneas.
Recorrimos la Plaza Tian na menn, la Ciudad Prohibida de cuyos 999 palacios, sólo 10 están abiertos para las visitas, el Templo del Cielo y el Palacio de Verano detrás del lago que rodea a la ciudad, como una fosa medieval. Sobre el agua oscura, casi barrosa, flotan flores de loto de hojas carnosas y pétalos rosados. En sus jardines, galerías de madera cuentan historias de batallas y amores pintadas a mano. En el muelle, subimos al barco del dragón, una versión moderna del que otrora se movía con el impulso de 50 remeros para trasladar al Emperador, sus consejeros y familiares desde el Palacio de Verano hasta el Palacio Imperial. ¿Qué puede contarse de aquello que únicamente las retinas pueden captar, el olfato percibir, los sentidos embriagar?
Una ceremonia de té y un paseo en “ricksaw”, marcan el final de un día de fiesta. El sol baja y las luces se encienden. La postal china que llevamos en nuestra conciencia, se presenta en todo su esplendor. Luces de neón, carteles con ideogramas y mercaderes que mantienen sus puertas abiertas las 24 horas de todos los días del año.
Por la noche, una familia amiga de Óscar abre las puertas de su casa en los Hutongs y celebran mi visita con una ceremonia budista perfumada de inciensos y regada de oraciones para que Buda y los ancestros nos bendigan con “diez mil alegrías y abundancia infinita”.
En la mesa, nos espera un pato laqueado y una infinita abundancia de aromas extravagantes. El té verde, enciende mi paladar. Nos reímos. No hace falta otro idioma. Sólo la risa.
Texto y Fotos de Verónica Martinez Castro.