LifeStyle

IMPREVISIBLE

IMPREVISIBLE

Ph. Verónica Martínez Castro

 

El cielo estaba encapotado. Presagio de lluvia. Se miró las manos. La sangre estaba seca y la sentía pegajosa, sucia. Se puso los guantes de lana. Subió el cuello de su tapado gris y metió las manos enguantadas en los bolsillos. No quería verse. Con paso tembloroso, caminó sin rumbo, la mirada fija y perdida en las escenas del instante trágico. Le ardían los ojos, vidriosos, impávidos. Le dolían los brazos.

Cruzó la calle, un auto la devolvió de su abstracción a la realidad. Hubiera sido útil que la atropellara, pensó. Se arrepintió porque iban a hacerle muchas preguntas a todos los que la conocían. Que por qué andaba sola por la calle a esas horas. Que por qué tenía las manos con sangre. Tantas preguntas sin respuesta para los demás. Para los que creían que la conocían.

Había coqueteado con la idea de la muerte. La propia y la de ellos. Había pensado en todas las formas posibles de morir o matar. Ninguna la convencía, todas tenían algo de imprevisible. Y odiaba los imprevistos. Tenía una manía terca para planificar, organizar y montar la escena de casi todo lo que la rodeaba.

Entre las infinitas posibilidades de error estaba la sangre. Que hubiera sangre, tener que limpiarla. Hizo una mueca de disgusto y aceleró el paso. Paró en un kiosko, pidió una gaseosa y cigarrillos. Tuvo que devolverlos porque no tenía plata. La gaseosa la había tomado de un tirón. El kioskero la miró con ojos de bronca y resignación. Le hizo una seña que se fuera. Bajó la cabeza, pidió disculpas y salió llevándose la botella que tiró lejos para no dejar marcas.

Paró en una esquina. Respiró profundo. Volvió a su casa. Se metió en la ducha y dejó que el agua hirviendo lavara la piel y arrancara el olor de su víctima. Desnuda, se arrodilló frente al hogar. La ropa que llevaba puesta se quemaba sin prisa. Removió el chispero para apurar las cenizas. Cerró los ojos y recordó los días que cocinaba para todos, removiendo ollas de comidas felices. Sonrió con el sarcasmo del que cocina una coartada.

Cuando abrió los ojos vió su cuerpo desnudo tatuado de moretones. Acarició su pelo mojado, pasó sus dedos por las cicatrices que todavía tenía en su cabeza. Un hilo de lágrimas quedó colgado, ahogando un grito que no podía dar. Afuera llovía. Adentro, en un rincón, esperó ovillada a que pasara la noche.

El timbre se disparó con el alba. Se cubrió con una manta. Abrió la puerta. Del otro lado, alto y mudo, estaba Alberto, con sus ojos dislocados.

Marina está muerta. Anoche entraron a casa. La encontré desangrada. La policía no encuentra pistas ni huellas.

Puso su mejor cara de espanto. Giró sobre sí misma y una sonrisa atravesó sus labios. El error no era parte de su agenda.

Lo dejó pasar y subió a vestirse. Le ofreció café. Lo dejó contar las promesas de una vida nueva para ellos dos. Ella ya no estaba, dijo. Todo será más fácil, agregó.

Hizo una mueca y le ofreció acompañarlo a la policía. Su renuencia era tan intensa que tuvo que amenazarlo.

Tienen que saberlo todo Alberto. No quiero que sospechen de nosotros.

Le dijo que estaba loca. Que no se atreviera.

No lo escuchó. Buscó las llaves de su auto y en el camino, escribió en su mente la declaración. Contó que ella era la mejor amiga, que sabía que Alberto la golpeaba, que abusaba de ella, que varias veces la había amenazado. Dijo que tenía miedo. Mostró sus moretones, contó que ella también había sido víctima de su violencia.

Mintió diciendo que había sido por defender a su amiga.

Alberto quedó detenido mientras gritaba y maldecía. La policía no lo escuchó.

Mientras se iba, lo miró con desprecio. Mentiroso, hipócrita –pensó.

Sintió náuseas y alivio a la vez. Había pasado tanto tiempo asqueada de la vida de a tres. Matar a uno o a dos, qué más da.   

Salió a la calle. Afuera arreciaba la tormenta. Adentro también.

 

By Nica Martin

 

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