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CRÓNICA DE VIAJE: OH!, ISRAEL

CRÓNICA DE VIAJE: OH!, ISRAEL

 

Nos movemos para comprender las brechas, esos espacios de fisura por donde se cuela la luz de lo desconocido. Justo ahí, es donde nuestra curiosidad nos lleva para saciar el hambre de ver -primeramente- y de saber, después.

Los hay quienes, por atrevidos, se encienden por dentro hasta encontrar el agua del conocimiento que calma esos fuegos y les devuelve la paz. Esta paz es momentánea. Esos fuegos se encienden una y otra vez. En este último grupo me encuentro, y me las arreglo a duras penas -entre idas y vueltas y esperas pacientes de viaje en viaje- para disfrutar, en cada nueva travesía, de las alegrías rebosantes que éstas me deparan.

A todos nos ha pasado en alguna ocasión, una coincidencia que parecía tan improbable que nos resulta mágica y epifánica, como si existieran conexiones entre sucesos, personas o información a través de hilos invisibles que tan sólo podemos vislumbrar por momentos.

En una coincidencia, abierta mágicamente en mi cargada agenda, coló el tiempo exacto para viajar a Israel.

Moverse hacia Israel provoca, cuanto menos, en el primer intento, una conmoción. De la historia preconcebida y los manuales de viajes que adornan escaparates visitados por peregrinos de todas las religiones en busca de la Tierra Santa, es posible también, tener la oportunidad única de dar un salto de inmersión directa, en un fenómeno socio cultural, económico y político de dimensiones inesperadas.

Al Estado de Israel lo recorren no menos de 1000 km de fronteras, lo bañan menos de 300 km de mar y lo habita un universo de 9 millones de seres humanos que profesan mayormente el judaísmo, siendo también el hogar de árabes musulmanes, cristianos, drusos y samaritanos, así como otros grupos religiosos y étnicos minoritarios. La mayor ciudad del país es Jerusalén; el principal centro económico y financiero se encuentra en Tel Aviv-Yafo y el mayor centro industrial se localiza en Haifa. Dicho así, no es más ni menos que lo que ofrece toda guía de turismo que se precie.

Mi viaje, sin embargo, salió de los confines de las guías turísticas hacia un horizonte, hasta entonces, desconocido.

En una primera aproximación, los israelíes me cuentan que las naves nodrizas del actual Estado de Israel han sido los «Kibbutz» -comunas agrícolas que formatearon el concepto de “bienes comunes”, esfuerzo y éxito compartidos- y que el secreto del éxito de una nación que se ha levantado mayormente y con fundada arrogancia a partir de esas estructuras de convivencia y trabajo, es la persistencia, la paciencia y la perseverancia de un pueblo impulsado por un motor cargado de «Hutzpah» y un espíritu cargado de «Firgun».

Para una mujer nacida en el siglo pasado, el mundo digital, como hecho sobrevenido, me interpela desde un lugar de exigencia frente al cual no pienso replicar ni lamentarme sino, deliberadamente, sumergirme con el regocijo de un buen revolcón entre las olas de inventos y de beneficios que estas innovaciones le auguran a toda la humanidad.

Con gozo sorprendido, visité lugares que fueron nido para «Start-Ups» como WeWork, Mobile Eye, Silo, Waze, Anzu, Massiv-it y Playbuzz. Conocí también a sus mentores, «ángeles» protectores de ideas necesitadas de paciencia y fe para hacerse realidad y de capitales de inversión con mayor o menor aversión al riesgo, pero con un patrón común que los trasciende: una cultura que acepta el error como gestor del aprendizaje.

Pude comprobar que el origen del verde que cubre hoy a Israel, se esparció desde Hatzerim, el Kibbutz en donde el riego por goteo, hizo el milagro que hoy lleva el nombre de Netafim.       

Optimizando un recurso escaso, Israel ha irrigado su territorio con un entramado de redes de goteo, llevando vida al desierto que fue y al vergel que es: viñedos, trigo, nogales, bananos, huertas, sombra, alimento, microclima, forestación, vida.

El abastecimiento de los productos que prosperan en toda clase de terrenos, es planificado diariamente desde polos industriales situados en Haifa y en Tel Aviv, con una estrategia logística de cine, que administra Schufersal, la cadena de supermercados más grande de la nación.

Los caminos nos llevaron hasta Beersheva, en el corazón del desierto de Neguev. En una locación otrora desértica y rocosa, irrumpe, apalancada en el esquema de inversión tripartita público, privada y de promoción educativa, Gav Yam-Negev. Este polo tecnológico de última generación crece a la par de una moderna infraestructura financiada por capitales privados en cooperación con el apoyo gubernamental y el académico desde la Universidad Ben Gurion del Neguev. Sin duda, las fotos de la ciudad del futuro con medios de transporte ágiles desde y hacia Tel Aviv y Jerusalén, se harán realidad en esta urbanización amigable con el medio ambiente, abierta a una población multigeneracional y con vistas de ocupación de pleno empleo.

Transitamos horas de entrevistas en las oficinas de la Autoridad de Innovación de Israel, de visitas al campus del laureado Weizmann Institute y de diálogos con científicos de todo el mundo radicados en esa casa y en el Instituto Tecnológico Technion de Haifa. Cada encuentro puso una y otra vez de manifiesto ese DNA único de compromiso con la ciencia y la investigación «con sentido universal y para el bien de la humanidad».

Volví a casa con cuadernos cargados de palabras nuevas: transmedia, crossmedia, crowd funding, massive printing, high impact branding, ecosistemas, incubadoras, aceleradores. De algún modo aprenderé a contar la historia simultáneamente, en diferentes medios y con diferentes lenguajes, formando un todo que se complemente entre sí.

Viajar a Israel ha sido un salto cuántico hacia un nivel evolutivo inesperado. Un israelí diría que lo extenso de mis textos le quita poder al mensaje. Me excuso en mis raíces latinas. No he podido simplificar tanta luz que pasó por mi propio prisma, sin transformarla en un arcoíris de palabras.

He de recorrer un largo camino para poder volver a la vida, antes de Israel.

 

Texto y fotos: Verónica Martínez Castro

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