CRÓNICA DE VIAJE: LA TIERRA PROMETIDA
Amanecer en una ciudad con lluvia por tercer día consecutivo es un milagro que rara vez se vive en Israel.
Quien tenga pies ligeros, buena salud y algunos ahorros, debería incluir en su lista de lugares para ver antes de partir, una visita a esa pequeña y a la vez vasta, nación del Mediterráneo.
Aterrizar en Tel Aviv, es encontrarse con la ciudad de austeros edificios Bauhaus de la década de 1930 y de dos maravillosos museos, Beit Hatfutsot y Eretz Israel. En las últimas dos décadas, la bonanza se ha desplegado en torres de arquitectura sofisticada, y de oficinas dispersas de cazadores de talentos y proyectos tecnológicos de futuro, muchas veces venturoso para el que lo pensó y para la humanidad.
TEL AVIV, la “colina de la primavera”, vive recostada sobre el Mediterráneo. Antes de oscurecer, el sol se esconde sensualmente en un horizonte de mar calmo y brisa cálida. La noche se viste de parpadeos, música suave, comida ardiente y cócteles de colección.
Por la senda de su costanera, pedaleando en bicicletas de alquiler o con los pies cargados de arena, nos sorprende YAFO, con sus callejuelas, su faro, sus bares a cielo abierto y su puente del destino. Es imposible resistir a la tentación de cruzarlo, con ojos cerrados y labios apretados, en ruego para que se haga realidad, el sueño que nos desvela.
Cruzo el verde regado gota a gota por la paciencia israelí, hasta que la pradera se desvanece en el desierto. Allí, sobre un promontorio rocoso se yergue MASADA.
De la que supo ser fortaleza y palacio de Herodes, rey de Judea, quedan restos distribuidos en terrazas por las laderas. La arqueología más reciente no ha conseguido confirmar que en Masada tuviera lugar un suicidio colectivo. Pese a algunos restos de combates entre romanos y judíos, hay quien afirma que la rampa construida por los romanos para retomar el poder sobre la fortaleza y expulsar a los judíos que la habitaron después de Herodes, nunca estuvo operativa, lo que desmentiría la escena del combate en torno a la torre y el ariete el día anterior a la caída de Masada.
Como quiera que fuese, Masada acabó en manos romanas y el recuerdo de Eleazar ben Yair y aquéllos judíos que, animados por un espíritu indómito, estaban dispuestos a defenderse hasta el final, se diluyó en las páginas de los libros de historia. El recuerdo de Masada se perdió durante casi mil novecientos años, hasta que su «redescubrimiento» a mediados del siglo XX la convirtió en símbolo de la tenacidad judía por conservar la independencia y la libertad.
A 400 metros bajo el nivel del mar y en el punto más bajo en tierra firme, las aguas hipersalinas del MAR MUERTO, surten su efecto terapéutico en la piel que, contrariamente a lo que suponía, brilla sedosa y aceitada. Los baños son recomendables en la primera hora de la mañana, cuando el sol es tenue y no aprieta el calor. Rasurarse antes de sumergirse no es una buena idea. Tampoco lo es nadar. Las aguas del Mar Muerto nos enseñan la lección más difícil de todas: entregarse. En el Mar Muerto debes rendirte a su majestuosa densidad, ceder y flotar.
La interminable historia de amor entre le planisferio y yo, me empuja al oeste, hacia JERUSALEM. Del hebreo, Ciudad de la Paz, la vieja Jerusalén es una isla amurallada tan pequeña que podría uno tatuarse el plano en las manos.
Sea cual fuera el credo o religión, todos deberían visitarla, al menos una vez en la vida. Pretendida, conquistada, devastada, vuelta a construir y reconstruir, la ciudad más deseada por todas las religiones, pone una y otra vez de manifiesto esa identidad divertida y caótica de los israelíes.
Son ocho las puertas que abren paso por las murallas construidas por el sultán turco Suleimán, el Magnífico. Sólo siete de ellas están abiertas, siendo la Puerta de la Misericordia, la octava que permanece sellada mientras espera la llegada del Mesías. Personalmente, prefiero la sorpresa a la premisa pautada de conocer su significado antes de cruzarlas.
Por la Puerta de Jaffa, con la mirada puesta en el horizonte del Mediterráneo, sigo los pasos de los miles de viajeros y peregrinos que precedieron a los míos.
El asombro no consigue capturar el color de sus mercados, la piedad de sus lugares santos. La curiosidad empuja por sus callecitas y la exaltación para caminar sobre sus murallas. La piedad nos detiene frente a las estaciones de la Vía Dolorosa y las plegarias se extienden hasta el Kotel. En el muro nos apoyamos para dejar nuestros lamentos y agradecimientos y antes de partir, lavamos las manos con jarras de doble asa, y el asunto que allí pusimos, allí se cierra. El cielo hará el resto.
Cuando aprieta la sed y el espíritu cede frente a los designios de la carne, el convite se despliega con silencios rotos por la festiva celebración de los sentidos: Hummus, kipes, falafel, knishes, más hummus. Un recorrido opíparo por el impresionante mercado Mahane Yehuda regado de cervezas y otras aguas ardientes del medio oriente.
Mis zapatos guardan tanto, incluyendo un viaje que sigue los pasos de Jesucristo por Cesárea, Galilea, Capharnaum y el Jordán, para volver, por el desierto que ya no es, de regreso a Jerusalén. Cierro mi travesía, en el privilegiado albergue de los manuscritos más completos y mejor preservados de cuantos se han encontrado en el Mar Muerto, el Museo de Israel.
Pienso que la industria moderna no inventará nada que iguale a la ingenua poesía del peregrino que llega a Jerusalén, la de las 4 religiones que conviven entre la certeza y la incertidumbre. La ciudad en donde todos tenemos algo de los enredos de la fe y de aquella brillantez del color que iluminaba a las muchedumbres, en tiempos que la ciudad vieja era todo lo que había de Jerusalén.
Vuelvo a casa por otra puerta, antes sellada y ahora, abierta en el corazón.
By: Verónica Martinez Castro